Una de las grandes intelectuales americanas del siglo XX se jugó la vida durante semanas en una capital asolada por las bombas y los francotiradores. Antes había roto todos los techos de cristal posibles. Esta es su historia.
La escritora y ensayista Susan Sontag llegó a Sarajevo el 19 de julio de 1993 en medio de una desgarradora guerra civil, y lo hizo para dirigir y producir Esperando a Godot. Aquella obra de teatro se convertiría en un grito de alarma y protesta que favorecería más adelante la intervención de Estados Unidos y, finalmente, la paz en la ex Yugoslavia.
Como cuenta esta formidable biografía sobre Sontag, que ha ganado el Pulitzer y publica ahora Anagrama, la obra se estrenó sin luz eléctrica, sin apenas vestuario. Además, el escenario acabó decorándose con las láminas de plástico que ofrecía la ONU a la población para que tapasen sus ventanas frente a las balas o la metralla.
También se acortó la duración de Esperando a Godot, que iba a extenderse durante más de dos horas, porque resultaba imposible hacer un descanso. No había ni agua corriente, ni cuartos de baño practicables ni un salón donde pudieran quedarse los espectadores. La tragedia había debilitado hasta tal punto a los actores que apenas podían memorizar sus papeles o sincronizar sus movimientos. El agotamiento, provocado en parte por la desnutrición, era tal que, cada vez que paraban en los ensayos, necesitaban sentarse para poder retomarlo después.
En muchas ocasiones, los cigarrillos a medio fumar que Sontag dejaba olvidados en los ceniceros desaparecían misteriosamente. Y ella, que comprendió perfectamente lo que pasaba, dejó más cigarrillos, les llevó dinero, regalos y se jugó la vida transitando calles por donde había que conducir casi tumbado para evitar el fuego de los francotiradores.
El estreno se coronó como un éxito mundial y un acto de valentía asombroso. Y no fue el primero. Pocos años antes, Sontag había liderado la lucha contra los intentos de censurar la novela Los versos satánicos, de Salman Rushdie. Irán llegó exigir la muerte del autor y se produjeron grandes protestas, secuestros, atentados e incluso asesinatos. Decenas de librerías recibieron amenazas, se organizaron quemas de ejemplares y se impidieron la venta y la distribución de la novela en numerosos países.
A pesar de eso, Susan Sontag testificó de forma espectacular ante el Senado estadounidense y movilizó a grandes escritores como Don DeLillo, Joan Didion o Norman Mailer para que defendieran a Rushdie. Hasta entonces, muchos de ellos habían preferido no pronunciarse con contundencia por miedo, pero aquella reacción, todos juntos, sirvió para invertir una tendencia en la que el autor de Los Versos Satánicos cada vez parecía más aislado.
La influencia de Sontag no solo fue crucial para ganar esa batalla por la libertad de expresión, sino que su legado ha seguido vivo después de que ella falleciera en 2004. Un ejemplo: el movimiento de solidaridad que surgió por el atentado contra la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo en 2015. Y otro más: las reivindicaciones de millones de personas para que no se utilice el lenguaje bélico con la reciente pandemia de Covid-19. Décadas atrás, Sontag había exigido esto último en sus ensayos con unos impresionantes argumentos que todavía resuenan con fuerza.
La amplia biografía de la gran intelectual neoyorquina, que ha publicado este año Anagrama, cuenta con detalle no solo estos grandes éxitos, sino también todo el drama, la tragedia y las sombras de una mujer profundamente herida que también provocó heridas profundas a quienes la quisieron. Aquel fue el altísimo precio que tuvo que pagar por negarse a ser una madre convencional, una líder de opinión convencional o incluso una amante convencional. Los dos grandes amores de su vida, Nicole Stéphane y la legendaria fotógrafa Annie Leibovitz, nunca dejaron de quererla y la acompañaron hasta el final.
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